Le ocurre a todo lector que, cuando se anuncia la adaptación de una novela que le ha marcado, espera, iluso, que esta vez no se la arruine un director visionario, un guionista desatado o un productor megalómano; este fenómeno es más fuerte en los seguidores de la ciencia ficción, que esperan ver plasmado en el espectacular formato cinematográfico un universo fantástico, el de la obra en cuestión, que hasta entonces sólo ha habitado en la imaginación de cada lector. Este género apela al sentido de la maravilla, al viaje fantástico a mundos inimaginables y ciencias ignotas, los cuales, una vez se ha conectado con ellos, ocupan nuestra mente y la obligan a implicarse en la creación, a dar forma al asombro. El cine de ciencia ficción cubre esa necesidad de representación de lo inverosímil gracias a la expresividad de los efectos especiales y siempre ha respondido más a este requisito que al de plasmar todos los matices de las novelas adaptadas. Éstas contienen muchas veces cuestiones filosóficas, psicológicas y científicas que no tienen traducción al lenguaje visual sin comprometer el metraje de la cinta más allá de lo aconsejado por el sentido común.
Solaris, de Stanilaw Lem, es ya una novela clásica de la ciencia ficción gracias, precisamente, al potente imaginario creado por su autor y que localiza su epicentro en el extraordinario planeta que da nombre al libro. La colección de prodigios producidos por este cuerpo celeste que el escritor polaco describe con precisión, inventando para ello toda una bibliografía de la ciencia solariana, son de escala y concepción titánicas; la imaginación se colapsa ante las dimensiones del ente creado por Lem, el planeta cubierto por un océano de una singular materia orgánica, cuya estructura molecular y comportamiento representan un misterio irresoluble para la humanidad. Se sabe que este océano equilibra de forma inteligente la gravitación de Solaris entre los soles azul y rojo de su sistema, y la actividad creativa de su superficie, que genera figuras de líquido y espuma que evolucionan e incluso imitan las formas cercanas, evidencian cierta consciencia en este astro. La comunidad científica no habrá concedido al descubrimiento de Solaris, aún después de más de cien años de estudios, la categoría de contacto con una inteligencia extraterrestre, en tanto que se entiende por contacto un mínimo intercambio -consciente- de información, cosa que, interpretan los hombres, no se ha producido en este caso. La propia dimensión del organismo planetario se convierte quizá en la mayor barrera para comprenderlo desde nuestra perspectiva antropocéntrica; los aparatos que estudian el océano ofrecen datos reveladores de un lenguaje matemático que escapa a la comprensión humana y a la artificial: “Nuestros aparatos habían interceptado fragmentos minúsculos de un monólogo prodigioso e inacabable que se desarrollaba en las profundidades de un cerebro desmesurado, y escapaba forzosamente a nuestra comprensión”[1].
Las preguntas que plantea a la humanidad esta entidad colosal son infinitas, pero, en la novela, el paso del tiempo evidencia nuestra incapacidad de interpretarlo. ¿Estamos preparados para comprender a formas de vida inteligentes distintas a nuestro concepto de tal? ¿Podemos trasladar a nuestra escala comportamientos de organismos de órdenes extraños? ¿Tendrán éstos conciencia? Para descifrar el pensamiento de seres tan improbables en nuestro mundo como factibles en el infinito del universo o la ficción, que se escapan a nuestras convenciones, ¿es válida nuestra mirada, la de la hormiga al elefante?, “¿Una montaña es acaso un guijarro enorme? ¿Un planeta es por ventura una montaña gigantesca?”[2] Planteo estas cuestiones de índole filosófica para hacer notar el atractivo que supone el concepto de Solaris, pero, en realidad, el interés es aún mayor para el cine si hablamos del plano físico del planeta, si intentamos imaginar el escenario que supone dadas las actuales posibilidades del cine digital. Las formaciones que genera la actividad del macro-encéfalo en su superficie son diversas y muchas se describen en el libro; los Mimoides, las Simetríadas y Asimetríadas, los Agilus, todas las explosiones de creatividad de Solaris, además de la imitación de objetos extra-planetarios como nuestros aparatos, pero a escala solariana, proponen un marco espectacular para el cine que no ha sido explotado en las dos adaptaciones de esta novela.
El cine ha restringido el tratamiento de este libro a la historia del psicólogo Kris Kelvin y su relación con su antigua pareja, Harey, suicida adolescente, que parece haber sido copiada y enviada por Solaris con incomprensibles objetivos. Es otra vertiente de esta novela, en la que la relación del protagonista con su visitante –Harey- a bordo de la estación suspendida sobre el océano, turba a Kelvin y lo enfrenta a una copia del amor de su vida, de cuya muerte se siente responsable, y que ahora se le aparece amnésica, inocente, tan perfecta como en sus recuerdos. La conciencia de que ella no puede ser Harey y el terror que provoca la certeza de convivir con un ser imposible, inhumano, lleva al protagonista por un peligroso camino de consciente autoengaño. Esta es en realidad la parte principal de la novela, la parte más humana pero no por ello menos abstracta, en que se proponen preguntas acerca de las relaciones, el amor, las obsesiones, lo turbador del sujeto despersonalizado, familiar pero extraño, sin alma, como un vampiro, como un marciano, que incita los terrores primitivos a lo desconocido, lo inabarcable, lo incomprensible.
En la primera película (Solaris, 1972, Andrei Tarkovski) el director ruso sí aborda la relación de los hombres con el planeta, pero el producto final no se parece nada a cine de ciencia ficción. La sobriedad del realismo soviético destruye absolutamente cualquier relación con el género y reduce el ya citado sentido de la maravilla a la nada. Tarkovski nos presenta a unos personajes lúgubres, con un protagonista (Donatas Banionis) inexpresivo, frío, todos enmarcados en unos decorados y diseños propios del barracón del peor gulag. Insisto: no es cine de ciencia ficción y no respeta el espíritu del género ni el del libro, en el que Lem se esfuerza por hacernos creer en un ingenioso macro-organismo de plástica imaginación. El director ruso se desprende de toda espectacularidad y maneja una estética asfixiantemente austera, mientras añade toques surrealistas como la aparición de algunos cuadros y objetos kitsch por la estación, que serán atribuidos al capricho de Solaris o a una mala digestión de Tarkovski, según se prefiera.
Steven Soderbergh dirigió en 2002 una nueva producción a la que finalmente decidió llamar Solaris. Suponemos que cuando James Cameron optó por no dirigirla y pasarle el marrón a su colega Steven, para limitarse a producirla, el proyecto se llamaba como la novela que nos ocupa, y así se quedó todavía después del sesgo al que se sometió el libro de Lem, Cameron mediante, por supuesto. La película de Soderbergh es, en realidad, estupenda, pero sólo es una obra menor al lado de la novela porque se limita al asunto amoroso y el papel de Harey como elemento perturbador y, por lo tanto, se aleja de lo esperable en el género y de la obra original. Puestos a etiquetar, la adaptación de 2002 es un buen thriller psicológico que, casualmente, se desarrolla en una estación que orbita el Solaris de Lem; el planeta aparece sólo como accesorio decorativo que ilumina a conveniencia la estación, esta vez de cuidado diseño y ambiente, aséptica, como la película, pero no hay rastro de la maravilla que hay tras las ventanas. Es comprensible que la adaptación al cine requiera de sacrificios y la obra original tenga que ajustarse a un medio distinto alterando ciertos aspectos, pero en el caso de esta última película sobre Solaris, la parcialidad se acerca a la traición; borran al principal personaje, a ese que da nombre al libro, vaya.
La lectura de un libro es una experiencia subjetiva, cada uno aporta a la historia sus sensaciones, los estados de ánimo y los recuerdos propios; la imaginación hurga en nuestra base de datos y cada uno conecta a su manera; todos de acuerdo, pero también existen partes de una historia que, invariablemente, representan las líneas maestras del relato y del universo que se nos muestra. Pueden ser varias estas partes e incluso estar definidas entre sí, pero de ahí a obviar el planeta Solaris y su historia para sólo centrarse en la claustrofóbica estación y sus tripulantes, como Soderbergh, o a renunciar a la fantasía usando un tratamiento estético espartano, como Tarkovski, hay un mundo, un planeta por lo menos, y ambos desaprovechan así la posibilidad de hacer una adaptación completa y fiel a una novela que lo merece. Mi alegato no es el ataque de puritanismo de un friqui que habría hecho mejor la película, sólo apelo al respeto al espíritu de la obra, a su condición de novela fantástica y la imaginación que derrocha como tal, presentando un panorama interesante para el Cine, que, lamentablemente, no ha captado aún ni de lejos toda la magia de Solaris.
[1] Lem, Stanislaw. Solaris (pag. 30). Matilde Horne y F.A. (trad.). Barcelona: Minotauro, 2007. 236 pp. ISBN: 978-84-450-7593-7.
[2] Lem, Stanislaw. Solaris (pag. 33). Matilde Horne y F.A. (trad.). Barcelona: Minotauro, 2007. 236 pp. ISBN: 978-84-450-7593-7.
Imágenes del artista francés Dominique Signoret.
Quizás con un tercer intento cinematográfico, en Hollywood son capaces, puedan acercarse mínimamente a plasmar la atmosfera de la que es capaz de presumir la obra de Lem.
ResponderEliminarLa novela es totalmente recomendable tanto para los amantes de la ciencia-ficción (no será admitido en el club hasta no haberla leído) como para los no iniciados en la temática.
No he leído Solaris, pero me lo apunto como tarea pendiente. Me atraen las dos premisas principales del libro: la imposibilidad de comprender más allá de lo que estamos acostumbrados a procesar en nuestro cerebro, a todas luces desaprovechado, y la forma en que los humanos a veces preferimos vivir en el engaño antes que afrontar la realidad. Todo esto encuadrado en un paisaje futurista de generosa creatividad… pinta bien la cosa.
ResponderEliminarDe las pelis voy a pasar.
Si lees el libro acabarás viendo las películas, ávido de ver cómo plasman en la pantalla a Solaris. Te lo aseguro.
ResponderEliminarMuchos puretas del cine te dirán que la de Tarkovsi es la releche, pero yo no me bajo de mi burro. Solaris se merece el respeto a sus conceptos que el director ruso le profesa en su cinta, pero también exige la misma atención el imaginativo escenario que ofrece el planeta pensante.
Léelo ya si te gusta el género. Después puedes seguir con otros libros de Stanislaw Lem...
Rik, que los dioses te oigan. Yo pongo pasta para que hagan un tercer intento.
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